La ampliación del metro de Santo Domingo hacia Los Alcarrizos, presentada como una de las obras más emblemáticas de la actual gestión, ha pasado de ser un símbolo de modernidad a convertirse en un espejo de improvisaciones, sobrecostos y señales preocupantes en su estructura.
Aunque el Gobierno había prometido que los trenes circularían en 2024, ahora se habla de febrero de 2026. Entre tanto, los dominicanos asisten incrédulos a un espectáculo de “pruebas dinámicas” sobre una infraestructura que ya muestra desgaste antes de ser inaugurada. El hallazgo de corrosión en el acero y desprendimientos en la adherencia del concreto no son detalles menores: representan señales de alarma sobre la calidad y durabilidad de una obra en la que se han invertido más de 29 mil millones de pesos hasta la fecha.
A ello se suma el fenómeno de la carbonatación del concreto, con formación de calcita, un proceso que debilita el material y acelera el deterioro de las estructuras. Ingenieros y expertos advierten que, si no se impermeabiliza con productos especializados y no se refuerza con morteros anticorrosivos, la obra podría enfrentar un desgaste prematuro, comprometiendo su seguridad y encareciendo aún más el proyecto.
El argumento oficial es que los estudios realizados en 2022 no encontraron fallas graves, pero los hechos contradicen los informes. Si ya se planean cambios de materiales, impermeabilizaciones y “órdenes de cambio” al contrato original, es evidente que el diseño inicial fue insuficiente y la supervisión deficiente. En otras palabras: la obra está siendo parchada antes de nacer.
Mientras tanto, los costos continúan disparándose. Lo que comenzó con un presupuesto de 506 millones de dólares ya supera esa cifra, y aún falta incluir las nuevas reparaciones, impermeabilizaciones y expropiaciones pendientes. El resultado: un proyecto más caro, más lento y más cuestionado.
La pregunta que queda en el aire es inevitable: ¿estamos construyendo el futuro del transporte público o un elefante blanco que se oxidará antes de tiempo?